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CoaRECS - Club de Observadores de Aves de la Reserva Ecológica Costanera Sur

Libro completo
(estampas y poemas en el orden original del libro)
Sólo las estampas, con las referencias de los nombres actuales de las aves
Elección de un ave aves con su estampa y poema (genera un link con una sola especie)
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21/11/2024 - 09:17 hs.

Pájaros nuestros (poemas)

por Juan Burghi
Ilustraciones de Salvador Magno

Editorial Guillermo Kraft,
Buenos Aires. 1942.

PÓRTICO

Pájaros

PAJARO: gracia, belleza, melodía, ritmo, y también utilidad. Ser maravilloso que participa del agua, de la flor, de la Irisa, dd rocío. Conciencia de la luz y voz que se anticipa a ella, pues noche aún aclara con sus trinos la rama en que mora. Pájaro y nido, cosas inherentes al árbol como la flor y el fruto. Vivida flecha de armonía que, al pasar alegre bajo el sol de primavera, florece en el espacio... Euritmia, impulso, movimiento, equilibrio, matiz. Hasta la voz que lo designa, pájaro, es elástica, vibrante y parece describir la parábola de un vuelo.

Pájaro: gracia, belleza, melodía, ritmo, y también utilidad... Y el niño se ensaña con él y el hombre lo destruye. En la mano que dispara la honda del niño o el arma del hombre, sobrevive el instinto ancestral del ser milenario que, -por necesidad, mataba. Pero el niño no sabe y el hombre no piensa. Es así cómo en un aleccionante, verso de ]ules Renard, un campesino pide al ave que le devuelva algunas cerezas que ha tomado en los árboles de su huerto. Y el ave responde: "Sí, te las devolveré y, con ellas, las mil larvas que de esos mismos árboles también he quitado..."

PAJAROS EN LA AURORA

Tímido y sol,
noche aú, el chingolo
-agreste bardo-
como en sueños, y acaso desde un cardo,
da su cantito rústico el primero.

Luego, a poco, el hornero.
súbita y estridente algarabía:
toda una celestial cristalería
que, de escalón en escalón, cayera
por marmórea escalera,
sobresaltando en su quietud la urna
de la noche...

(El vuelo algodonoso
de las aves nocturnas
se hace rápido, huidizo y temeroso).

Desde el húmedo estero,
el vigilante tero
le va quitando hilvanes a la sombra...
y, al lanzar impaciente
su grito de: ¡Presente!,
se nombra.

(Los hilvanes más alto,
las últimas puntadas,
con vuelos en zigzag y sobresaltos
que parecen piruetas,
y un chirriar de tijeras oxidadas,
los cortan el final las tijeretas).

En el primer albor que se vislumbra,
pasa rápido un misto y su chispeo
pone puntos de luz en la penumbra...
Gozoso, el benteveo,
dice a gritos: ¡Ya veo...!

(La noche que se aleja,
en el gemir de la torcaza se queja,
y llora su derrota
con sollozante nota).

Aparece el pirincho pajizo
con su aire bobalicón
-a veces, como enfermizo-
y su acento de niño llorón.

(Cruza el trillo polvoriento
en cauteloso desliz
de rítmico movimiento
-aspecto pulcro y feliz,
oído alerta y ojo atento-
la señorita perdiz).

Al salir de su nido enmarañado,
se enreda y, enredado,
se le suelta el resorte al espinero,
que se agita estridente y vocinglero.

(A ras del suelo, tensa el ala,
rápida y fina,
una cruz blanquinegra que resbala,
la golondrina).

De luz, musical anhelo,
es el silbo del zorzal,
límpido y fino cristal
donde va aclarando el cielo.

Garabatea su vuelo
el churrinche -de la lumbre
rojo y vivaz corazón-
y al par que revuela, con
el ...rrin-churrín agridulce
le va quitando la herrumbre
al gozne de su canción.

(En si inocente júbilo extasiado,
mientras le canta al sol que ya destella,
el cimarrón dorado
es un corcho frotando una botella...)

Minúscula y vivaz, hace la ratonera
sus gárgaras de sol, y se dijera
que le desborda el buche ahito
en musical y alegre gorgorito.

Y la calandria, manantial sonoro,
entre toda armonía soberana,
con su canción trabaja la mañana
como joya de oro.

El Teru-Tero

El traje overo picazo
la pato, el puon y el ojo,
todos tres, del mismo rojo,
y en la cara negro trazo.

Vive a lo indio en el estero,
lleva a lo gaucho la vincha,
con una plumita pincha
y se sujeta el sombrero.

Como si un poncho invisible
del hombro se le cayeta
y levantarlo quisiera
hace un esguince risible.

Una cuerpeada que pega
como atajándose de
un golpe que él sólo ve,
pero que nunca llega.

Se alimenta con "bichitos",
anida siempre en el suelo,
y el blando ritmo del vuelo
lo acompasa con sus gritos.

Mas el grito que acompasa
se agudiza enloquecido
si un intruso, junto al nido
donde está incubando, pasa.

Grita y, planeando seguro,
grandes círculos describe
mientas, alternos, exhibe
pecho blanco y lomo oscuro.

Y exagera la algarada
lejos del sitio en que puso;
que así despista al intruso
y defiende la nidada.

En invernal mañanita
de escarcha o viento pampero,
en su Teru, teru, tero...
el campo entero tirita.

Guardián seguro y gratuito
que día y noche vigila,
cuanto ocurre lo ventila
de inmediato con su grito.

Y es más él, si se desvive
si propio nombre anunciando,
y parece que no vive
si no se mata gritando...


El Hornero

Desde el alba a la oracióm
maese hornero trabaja,
amasando barro y paja
al ritmo de su canción.

Una canción y un ladrillo,
feliz su labor alterna,
que así sale firme y tierna
como un corazón sencillo.

Al par de su alfarería,
da en el límpido cristal
de su vibrante timbal,
con infantil alegría.

Que al realizar su tarea
exalta sus claros sones,
cual si a fuerza de canciones
moldeara el barro que emplea.

Privilegiada misión
de hacer una obra cantando,
que asi en ella van quedando
el alma y el corazón...

De modo que todo esfuerzo
se traduce en alegría,
y el trabajo es poesía,
pues cada afán es un verso.

Y como a su humilde casa
no puede poner cristales,
cristal de trinos triunfales
mezcla en el barro que amasa.

Aplicado y laborioso,
se identificó este obrero
con su oficio de alfarero,
y viste color terroso.

Parece, al hollar la grama
con esta prestancia grave,
un caballero que sabe
que lo contempla la dama.

Bajo su capa, la espada
que, que presionada en el pomo,
levanta la punta como
teniendo la capa alzada.

Nervioso, ágil, ufano,
con paso elástico ambula,
un paso más articula
lo mismo que un ser humano.

Al hombre se ha anticipado
en leyes de geometría,
de equilibrio, de armonía,
y en usar cemento armado.

Del rancho han sido modelo
su barro y su paja unidos;
y al superponer sus nidos
nos sugirió el rascacielo.

La casa de este arquitecto,
siempre orientada al sol:
por dentro es un caracol;
por fuera, un horno perfecto.

Y como a su humilde casa
no puede poner cristales,
cristal de trinos triunfales
mezcla en el barro que amasa.


La ratonera

¿Qué habrá perdido la ratonera,
que pasa casi la vida entera
busca que busca con tanto afán?
Y lo hurga todo con gran apuro,
asciende y baja pegada al muro,
rasca que rasca con su crac, crac.

Y es tan ligera en su movimiento
cual una pluma que sopla al viento,
que sube y baja, que viene y va...
No hay agujero, caño, ni grieta,
ni tronco hendido en que no se meta:
no deja nada por registrar.

Es una lucha más bien que un ave,
una bolita de pluma suave,
color café.
Sus vivos ojos, negros puntitos,
buscan pulgones, moscas, mosquitos,
y su piquito es un alfiler
que al cielo apunta siempre que canta,
cuando desborda de su garganta
un gorgoteo que, fresco y fino,
se hace sonoro de cristalino.


La Cachila

Ceñida en su traje pardo,
al andar amaga el vuelo,
casi siempre contra un cardo,
-al norte- anida en el suelo.

Ahora sube la cachila
y es apenas un puntito...
que sobre el nido destila,
gota a gota, su cantito.

Y el mismo trino repite
como un tiritar sonoro
que, en la mañana de oro,
parece que se derrite.

Suspensa en porfiado vuelo,
un puntito es la cachila:
corazón que bajo el cielo
sin cesar canta y vigila.

Y al devanar sobre el nido
el hilo de su cancióm,
por él mantiene prendido
el nido a su corazón.


El chingolo

Sobre la cabeza oscura
el bien peinado copete
pone un gracioso bonete
que realza su figura.
Blanca golilla asegura
rodeando el cuello robusto,
claro el chaleco y muy justo,
un ponchito gris canela
-se le imagina la espuela-
y un tranquito que da gusto.

Sencillo y feliz habita
siempre en un cardo, su amigo,
en donde pone al abrigo
su bien mullida casita;
y sobre una flor marchita
vibra su acento dolido,
y así, del cardo elegido,
pone arriba su canción,
y debajo, al corazón,
lo deja en forma de nido.

Suele a las casas llegar
-por amistad y provecho-
donde se lo ve en acecho
con su trote singular.
En el patio familiar
hurga las sobras de un plato,
pica un pollo, enfrenta un pato,
o esquiva con revuelo
el cascote de un pilluelo
o la embestida de un gato.

Eres el alma del campo
-de nuestro campo querido-
su corazón es tu nido
y su voz más fiel, tu canto;
llora el rocío en tu llanto
cuando abre fría la aurora,
la tarde muriente llora
y solloza en tu garganta,
y hasta el plenilunio canta
en tu canción seductora.

Chingolo: cómo expresar
toda la inmensa ternura
que me inspira tu figura
de pájaro popular...
Cómo podría olvidar
tus ingenuas melodías,
allá, en mis primeros días,
si a tu nombre se levanta
todo mi ñiñez... y canta
como tú mismo lo harías.

Tu nombre dice fragancia
de trébol, cardo y gramilla,
y guarda tu voz sencilla
todo el sabor de la infancia;
por eso que, a la distancia,
chingolo, alguna vez cuando
como un adiós dulce y blando
llega hasta mi tu canción,
la recoge el corazón...
y la guarda suspirando.


El benteveo

Benteveo, benteveo,
como delirante grita
mientras las alas agita
con un gozoso aleteo.

(Más luego, cuando se posa,
ni te veo, ni te vi;
su canto es sólo una i...
que se alarga quejumbrosa).

Vincha blanca y fina gola,
color de azufre el chaleco
y un chaquetón verde seco
que se aviva hacia la cola.

Vuela bajito, pausado,
y ondula con ritmo lento,
y al suelo mira de lado
para buscar alimento.

Que a todo va su apetito:
larvas, insectos, gusanos,
trocitos de carne, granos,
frutas y algún pececito.


La perdiz

Cuando el sol con nuevo brillo
da al campo el primer matiz,
se aparece la perdiz
muy oronda por el trillo;
lleva su traje amarillo
de recortada capita,
y es tan gentil, tan damita
que, por hilar una charla,
dan ganas de saludarla.
"Buenos días, señorita...

Más apenas que nos vio,
sin moverse casi, ahí mismo,
por virtud del mimetismo
entre el pasto se esfumó.
Al buscarla, se soltó
brusco el resorte del vuelo;
no irá lejos en su anhelo,
ni hay temor de que se pierda,
pues tiene muy poca cuerda
y va casi al ras del suelo.


El pecho colorado

Quizás en un lance cruento
sufrió esa incurable herida
que, para toda la vida,
le dejó el pecho sangriento.

(En el alba, al mediodía
y aún de noche arde su fuego,
como el rescoldo en que luego
se encenderá el nuevo día).

Bajo su túnica negra,
bastante descolorida,
esa pechera encendida
que su vestido le integra,

dice un amor imposible
que el corazón le ha deshecho,
y así, tiñendole el pecho,
su dolor se hace visible...

Y esa canción quejumbrosa:
Chirru... chirru... chi... chi...
alargando la u y la i,
siempre a tiempo que se posa.

En el florido alfalfar
-mar verde y morada ola-
es una viva amapola
que hubiese dado en volar.

Se eleva en brusca ascensión,
e inmóvil en alto el ala,
baja lento por la escala
vertical de su canción.

El sol poniente lo hiere
con su luz enrojecida
y, al abrirle más la herida,
por esa herida el muere.

Y es en la tarde en derrota,
sobre el misterio del campo,
su pecho el último lampo
y su voz la última nota.


El tordo

De la punta del pico hasta la cola
vestuido va de riguroso luto,
en negro que se azula y tornasola.
Es haragán, astuto.
arisco, peleador y un poco bruto.
Visita los frutales, los sembrados,
anda entre los ganados
que pacen y, al pacer, en descubierto
les dejan la raíz a las gramillas,
en donde se encuentra larvas y semillas
que son buen alimento;
o se lo ve, inmóvil como el gallo
que corona la cruz de la veleta,
sobre el lomo de un buey o de un caballo
que tampoco se inquieta...
Las notas de su canto, cuando canta,
más que hacerlas vibrar en el estuche
de armoniosa garganta,
parece revolverlas en el buche.

Desova en nido ajeno, por sorpresa,
-de calandria, chingolo y de ratona-
en donde uno o dos huevos abandona
con la improba empresa
de incubar y criar a los pichones;
y así se puede ver, en ocasiones,
la minúscula y débil ratonera
cómo se desespera
al ver, entre sus hijos diminutos,
un pichón diferente en absoluto
en color y tamaño,
otro ser cada día más extraño,
doble más grande que ella y al que nada
logra saciar su hambre ilimitada.

Amigo tordo:
-porque a pesar de todo eres mi amigo-
en verdad, yo te digo
que, a la dulzura, acaso seas sordo
y no te sientas bueno
porque nunca jamás hjas conocido
la ternura, el amor del propio nido,
condenado a medrar en nido ajeno.


La gallareta

Dónde irá tan presurosa
la señora Gallareta,
con esas grandes zancadas
de sus pies, sólo con medias.

De los juncos inundados
en donde ella siempre mora,
salió así, tan aturdida,
que olvidose hasta la cola.

Viste un traje verdinegro
que le ciñe bien el busto,
las patas y el pico verdes
como pedazos de junco.

Con la punta de sus alas
el agua, al volar, pellizca,
y al espejo blando y móvil
va arrancando húmedas chispas.

Dónde irá la gallareta
de prisa, en medias, sin cola
y, además de todo eso:
Tac, tac, tac... hablando sola.


El espinero (hoy Leñatero)

En cualquier árbol igual
- aunque más prefiere el tala-
el buen es pinero instala
su casa monumental.

Un montón de leña seca
como para hacer fogata,
donde algunas veces ata
una cinta que desfleca.

Y en la leña que amontona
mezcla alambres, lana, cerda,
algún trocito de cuerda
y algún pedazo de lona.

(En ese nido endiablado,
hallé una vez algo peor:
casi medio tenedor
quién sabe cómo llevado).

Y sobre eso, el estridente:
Chichirrio, chichirrio...
con el mismo frenesí con que lo
haría un demente.

(Chichirrio, chichirrio...
igual que cuando se agita
con violencia una bolita
dentro de un frasco vacío).

Ello, además, sin contar,
cuando salgan los pichones,
las sucesivas lecciones
por que aprendan a cantar.

Dime, estridente espinero:
¿por qué lo exageras todo,
desde el nido hasta ese modo
de cantar, tan vocinglero?

Para construir el nido,
una carrada de espinas;
para cantar desafinas
gritando como aturdido.

Sólo muestras discreción
en el traje gris opaco:
más oscurito en el saco,
más claro en el pantalón.

Y en esa franja, una sola,
y que sólo la revelas
al volar, pues cuando vuelas
siempre abres mucho la cola.

Y el espinero, cohibido,
responde, casi con miedo:
—Hago lo mejor que puedo
con el canto y con el nido.

—Alegro con mi canción
y, en el árbol deshojado,
queda mi nido enredado
lo mismo que un corazón.


La calandria

Un manto gris que sobre el ala estría
y el pecho claro en descubierto deja;
sobre el ojo una línea, blanca ceja,
y en su canción es donde empieza el día.

Un trino y otro, y otro todavía.
Cada trino en Oriente se refleja
en una tenue claridad bermeja...
Un trino y otro, y otro más: el Día.

Agua, brisa, color, música, verso:
la voz de Dios que alumbra el Universo
con un Fiat-Lux de límpida armonía.

En el verso la música se exalta;
la brisa aroma y el color esmalta,
y el agua es gracia que bautiza el Día.


El dorado (hoy Jilguero dorado)

Chirrit, chirrit, sobre el aromo de oro
el cimarrón dorado es oro vivo;
sobre é1 es su canción oro sonoro
y, más arriba, el sol, oro fluido.

Hasta la hora matinal se dora
vibrando en su minúscula garganta...
y un saquito de plumas atesora
el mundo entero que despierta y canta.

Juit, juit, la hembrita parda lo estimula
y lo mira fulgir como una joya,
mientras feliz cerca del nido ambula,
que ya en su instinto maternal empolla.

Chirrit, chirrit, en su fervor insiste:
sólo su canto es el que alumbra el día,
y es tanta y tan profunda su alegría
que casi daña y se hace un poco triste.

Cuando te oigo cantar, dorado amigo,
en tu canción mi corazón se mece,
de recuerdos colmado... y me parece
que mi infancia feliz está contigo.


El misto

Chispea y, en la penumbra,
se dijera que salpica
chispas de vidrio y de mica,
y poco a poco la alumbra.

Chispea y las alas vibra
cual si hubieran relación,
y fuera la vibración
la que ese chispeo libra.

Chipío... y, cada chipío...
que sobre el campo desciende,
entre los pastos se enciende
enternecido en rocío...

Así, antes que el sol alumbre,
entre el rocío y el canto,
comienza a clarearse el campo
de gracia, más que de lumbre.

Y ya lo vamos a ver
cuando el día abra los ojos,
en bandada, a los rastrojos
se irá dejando caer.

Cae redoblando y, en alto,
las alas inmoviliza...
parece que se desliza
por el hilo de su canto.

Luego insiste en el redoble
y se "duerme" redoblando...
y da el corazón cantando
como todo artista noble.

Y al desbordar su lirismo
en armoniosa cascada,
con la cabeza inclinada
parece escucharse él mismo.

Viste un traje bien sencillo,
color de trigo maduro;
arriba algo más oscuro
y abajo más amarillo.

Es pariente del dorado,
pero es un pariente pobre;
pues tiene apenas de cobre
lo que aquel de oro sellado.

Aunque a las veces también
—como en la vida acontece
que el más pobre se enriquece-
se dora bastante bien.

Es simpático y cordial,
su afán crece con el día
y le salta la alegría
como en chispas de cristal.

No es raro si, a la distancia
de los años, con amor,
mi verso humilde lo glosa:
¿quién no ha tenido en la infancia
un misto "redoblador"
y una trampera "celosa"...?


El cardenal

Tras un silbo meloso de flauta,
-y que él mismo parece escuchar
cual si él mismo se diera la pauta-
sin medida se suelta a cantar.

Cardenal, cardenal:
en tu canto jubiloso, se diría
que se exalta la alegría
de la mañana primaveral.

Y que es tu silbo el que aviva
esa brasa siempre viva
de tu capucha escarlata,
que en flámulas se desata.

(Lo demás, no es cosa rara:
un brochazo color plomo
que resbala por el lomo
y que en el pecho se aclara).

Saltando de una a otra parte,
siempre agitado y nervioso
como si esa llama ardiera
en realidad y, al quemarte,
no te diera
ni un instante de reposo.

(Si algún leñador o el viento
deja una rama partida,
se desangra por la herida
de tu copete sangriento...)


El pirincho

Usa un traje de arpillera
que le va bastante holgado;
el aire, medio atontado,
y el canto, un pito cualquiera.

Paja brava es su melena,
por dura, rebelde y lacia,
y se mueve con la gracia
del que viste ropa ajena.

(En fila india, muy lentos,
van siempre varios unidos,
volando como aturdidos,
piando como friolentos).

Parece caer de pico
al posarse, y enarbola,
para equilibrar, la cola,
a manera de abanico.

Tiene un ridículo canto
que alegre comienza y, luego,
se hace triste cual un ruego
y termina como un llanto.

Pero con sus lloriqueos
y su aire bobalicón,
no se pierde la ocasión
de pillar nidos ajenos.


El corbatita

Esa hermosa corbatita
que lleva la vida entera,
sospecho que ni siquiera
para dormir se la quita.

Negro, ceniza,
trazos de tiza,
ojo vivaz.

Menudo y grácil;
el canto, fácil
y un tanto agraz.
Con su donaire
suaviza el aire
de montaraz.


La torcacita

Un gris de cielo pizarra,
negros los ojos y el pico.
(En el macho, el gris se azula
y en reflejos se hace rico).

Palomita blanca,
Vidalita,
de mi corazón...

Dice la canción, palomita.

Tú no cantas, sino lloras,
ni eres blanca, palomita;
pero tienes no sé qué
de blancura y vidalita.

La suavidad algo triste
y una dulzura infinita,
la atildada pulcritud
de damisela o monjita.

Palomita de la Virgen,
y tórtola, y torcacita,
el cariño de las gentes
con nombres tiernos te cita.

Verano: sol y bochorno.
La siesta: el campo dormita;
se escucha sólo tu arrullo
como un gemir, tortolita.

Como el latido monótono
de un corazón que palpita:
el corazón de los campos,
donde una angustia se agita.

Llora la moza burlada
que en el dolor se marchita,
la que sufre mal de ausencia,
la que tiene alguna cuita...

Tú lloras por todas ellas
y, en tu llanto, palomita,
lloran ellas sus pesares
y tu nostalgia infinita...
porque tiene tu canción
no sé qué de vidalita.


La lechuza (hoy Lechuza vizcachera)

I

Bajo la luna brillante
es, al pasar silenciosa,
una mancha luminosa
que no inquieta al ignorante;
pero si chista, al instante,
por superstición antigua,
con una impresión ambigua
entre el temor y el misterio,
pensando en el cementerio
tembloroso se santigua...

II

Grueso sayo gris jaspeado,
ojos-linterna los ojos,
bien calados los anteojos
y el pico corto y curvado.
Al poste del alambrado
cual perilla lo completa
y, desde ahí, muda, quieta,
hasta de espaldas nos mira,
porque su cabeza gira
lo mismo que una veleta.

Si alguien se acerca, mantiene
siempre fija en él la vista;
luego, prudente, lo chista
para ver si lo detiene;
mas si eso no lo contiene,
ella, que nunca se altera,
entre burlona y severa
soltando una carcajada,
sobre la línea alambrada
salva unos postes y espera.

III

Señora Doña Lechuza:
por una falsa leyenda
—que es injusticia tremenda-
de agorera se la acusa.
Por su cara de lechuza
se le achaca brujería;
mas yo, en justicia, diría
que no hay tales maleficios
y, en cambio, qué beneficios
presta usted, señora mía.

Libra el campo en donde mora
de víboras, lagartijas,
de todas las sabandijas
y toda plaga roedora.
A sus hijos los adora
cual pocas madres, de suerte
que desafía la muerte
por defender sus pichones,
admirables condiciones
que la ignorancia no advierte.


El gavilán (hoy Taguató)

Con su plumaje atigrado
que se oscurece en el lomo,
el gavilán pasa como
si anduviera preocupado.

Y en realidad se preocupa
—mientras un circulo cierra—,
pues va explorando la tierra
su ojo, que es potente lupa.

Lupa de frío cristal
con un brillo fiero y fuerte,
en donde acecha la Muerte
y hace su guiño fatal.

Con su instinto carnicero
dispuesto siempre al asalto,
se arroja desde lo alto
como un bólido certero.

Y arrebata por sorpresa
viboritas y ratones,
lagartijas y pichones:
todo, para él, buena presa.

En las aves de corral,
si la sombra de su vuelo
se proyecta sobre el suelo,
pone un grito gutural.

De un carraspeo muy largo
sus gargantas se resienten,
como si el miedo que sienten
tuviera un sabor amargo...

En su vuelo y en su traza
estaban ya, de antemano,
definidos aeroplano,
planeador y avión de caza.


El picaflor (hoy Picaflor común)

Vivaz estremecimiento
de la luz y del color
surca el patio soñoliento:
Rrrc, rrrc, rrrc, el picaflor.

Rrrc, rrrc, vibrante va y viene
como una viva joyita,
y ante la flor que visita
ingrávido se sostiene.

Rrrc. Oro; azul; rojo; verde.
Iris... Prisma... Tornasol...
Rrrc, llega... danza., y se pierde
como un capricho del sol.


El zorzal

Con su pechera rosada
y su levita marrón;
con ese cuerpo robusto
y ese aire de gran señor,
nadie lo imaginaría
tan delicado cantor.

Muere el sol y, junto al río,
da sus silbos el zorzal:
la tarde que se marchaba
se volvió, para escuchar;
el agua que iba corriendo
se detuvo hecha un cristal;
el aire quedó en suspenso;
la brisa, sin respirar;
abrió una boca tamaña
la luna sobre el sauzal,
y con lágrimas de estrellas
el cielo rompió a llorar...

Anochece... Junto al río,
sigue cantando el zorzal.


La golondrina (hoy Golondrina ceja blanca)

No eres nuestra en absoluto,
pero recuerdo que eras
muy fiel a las primaveras
de mi pueblo diminuto;
que rendías el tributo
de tu presencia cordial,
tan infaltable y puntual
cual la flor del duraznero:
un poético y certero
anuncio primaveral.

Tampoco puedo olvidar
cuando, a la caza de insectos,
con tus planeos perfectos
rasabas el tajamar:
un pasar y un repasar
contra el poniente, a trasluz,
como una pequeña cruz
negriblanca, blanquinegra,
luto que en blanco se alegra,
flecha de sombra y de luz.

Y en madrugadas de estío,
cuando era aún noche oscura,
tus trinos desde la altura,
como un sonoro rocío...
El arrojarte al vacio
ensayando el primer vuelo,
bajo el maternal anhelo,
y aquel derroche de gracia
en magnífica acrobacia,
allá, en el azul del cielo.

Tienes algo de leyenda,
sobre el ganado prestigio
de tus alas -un prodigio—
que cruzan la mar tremenda;
de hallar la misma vivienda,
año tras año, al volver
de otros países, de ser
heraldo de Primavera,
que al árbol y a la pradera
les ordena florecer...


La Gaviota (hoy Gaviota capucho café)

Como un pañuelo que flota
en el adiós de los puertos,
sobre los mares desiertos
pasa lenta una gaviota.

Pasa lenta en lontananza...
y deja, entre el mar y el cielo,
la viva V de su vuelo
una estela de añoranza.

Y con su presencia evoca
fríos, lejanos países,
playas desiertas y grises,
rompientes de brava roca.

Lleva sobre el blanco espuma
de su límpido plumaje,
un gris de nube y de bruma,
entonando en el paisaje.

Y su grito gutural
todo de erres erizado,
parece haberlo copiado
de las rompientes del mar.

Y sus patitas moradas,
mientras recoge una presa
a flor del agua suspensa,
le penden como quebradas.

También en la tierra avanza,
y su blanca nota alegra,
por contraste con la negra
de los campos de labranza.

Siguiendo en voraz bandada
de bullicioso concierto
el surco recién abierto,
expurga la tierra arada.

Pues su vecindad propicia
-que al navegante acompaña
y al labriego beneficia—
belleza y bondad entraña.

.........................

Gaviota que muchos días
de borrasca, en mi niñez,
horas y horas te admiré
rasar las olas bravias;

si te siento con cariño
y emoción, gaviota amada,
es porque estás vinculada
a mis recuerdos de niño.


El jilguero (hoy Cabecitanegra)

Con su cabeza de sombra
y su cuerpito de sol,
este pequeño cantor
con su canto nos asombra.

(El negro de la cabeza,
quizá de haberle llovido,
sobre el lomo ha desteñido
quitando al sol su limpieza).

—¿Qué teje usted, buen maestro,
con esa armoniosa seda
que enreda y que desenreda
siempre, de modo tan diestro?

-Tela de luz e ilusiones
para mi amor... tejo una
muy dulce canción de cuna,
para arrullar mis pichones.

-Canto al álamo en que anido,
al agua, a la luz que brilla
y a la pequeña semilla
con que alimento mi nido.

—En la mañana de oro,
digo todo mi contento,
y tan feliz yo me siento
que, a veces, no canto: lloro...


El siete vestidos (hoy Naranjero)

Lo llaman siete vestidos
y también siete colores;
finge un ramito de flores
de los tonos más subidos.

Con su piquito de cuerno,
pica frutas, larvas, grano,
y, al terminarse el verano,
emigra, huyendo al invierno.

.......................

Agil, cordial y sencillo,
aunque su voz no es notable,
es simpático y amable
por su belleza y su brillo.

Y este pájaro que lleva
tanto color y matiz,
parece ser muy feliz
con su ropa siempre nueva.


La tijereta

Es una golondrina que exageró la cola,
tanto que, cuando empolla en su revuelto nido
de pasto seco y plumas, queda como al olvido,
fuera de él, esa cola: mustia, inútil y sola...

Cazando insectos, los aires hiende,
sube y desciende
como alocada,
y es giro, curva, zig-zag, cabriola.
Tras ella finge su larga cola
algo postizo, cosa pegada.
Luego su trino
que, se dijera,
chirriar continuo
de su tijera...

¿Qué hará con esos trozos de cielo
que va cortando la tijereta,
con su tijera que no está quieta
mientras dibuja vivaz su vuelo?


El churrinche

Churrín-churrín, cuando pasa
como un encendido anhelo:
el churrinche es mía brasa
que atiza su propio vuelo.

Churrín-churrín, cuando asedia
algún insecto en el aire,
y volando con donaire
repite su nombre, a medias.

Churrín-churrín a porfía
insiste, al par que destella:
lacre vivo con que sella su carta
de luz el Día.


El chorlo (hoy Pitotoy chico)

Atraviesa diez países
y en nuestros campos se asienta
—por Septiembre— y se alimenta
de crustáceos y lombrices.

Bien ceñido en gris levita,
hace con menudos trancos
—aunque siempre lleva zancos—
sus pequeñas carreritas.
Sobre sus finas patitas
que son endeble soporte,
el cuerpo de airoso porte
balancea a cada instante,
hacia atrás... hacia adelante...
cual si tuviera un resorte.

Del Canadá hasta La Pampa
—una migración homérica —
todos los ríos de América
copian su grácil estampa.
En nuestros llanos acampa,
en tribu, todo el verano
—vecindad de agua y pantano-
y, al fin, por miles de leguas,
un vuelo con breves treguas
lo vuelve a su hogar lejano.


El carpintero (hoy Carpintero campestre)

¿Qué hace, buen carpintero,
con el mazo y el formón,
horadando el corazón
del árbol, un día entero?

Luego, va usted ataviado
con ese lujo oriental,
que en un obrero manual
me parece exagerado.

Y, asomado al agujero
que con tal empeño labra,
me dice, con su palabra
tartajeante, el carpintero:

-Como artesano cabal,
cumplo toda mi jomada
sin ensuciar para nada
ni siquiera el delantal.

-No hay peligro de que hienda
un árbol sano; aprovecho
lo que la carcoma ha hecho,
para instalar mi vivienda.

-Si quito al árbol que ahueco,
del corazón un pedazo,
en seguida lo reemplazo
con un corazón entero.

-Y cuando oiga de mi pico
el persistente golpear,
no tiene que preguntar:
siempre una cuna fabrico.


El músico (hoy Tordo músico)

Usa ropa que, de nueva,
fue de color chocolate,
ya descolorida y mate
por el tiempo que la lleva.

El tono pardo que integra
su vestido humilde y tosco,
en la testa se hace fosco
y en la pechuga se alegra.

Y, alterando ese uniforme,
negros las patas, el pico
y el ojo vivaz y chico
que ahonda una ojera enorme.

Aunque por fuera revista
aspecto pobre y sencillo,
lleva su lujo y su brillo
por dentro, cual buen artista.

Cabal artista que sueña
ebrio de luz y emociones,
en las ricas variaciones
de su armónica pequeña.

Sueña con su nido agreste
de pluma y pasto mezclados,
con cinco huevos jaspeados,
de color rosa celeste.

(Aunque tampoco desecha
el nido que antes ha sido
de aves de otra especie, nido
que él repara y aprovecha).

Cómo traduce su canto
la alegría de las cosas
en mañanas luminosas
sobre la quietud del campo.

(El sol, horizontes vastos,
un árbol bruñido, el río,
lloro infantil del rocío
en la punta de los pastos...)

Y de la siesta al resol,
cuando el campo es una fragua,
la acequia desteje su agua
y él teje y desteje sol.

Que en el ágil caracol
de su garganta sonora,
vibra el sol desde la aurora
hasta el último arrebol.

Músico, músico al fin,
suena su fino instrumento
que, no obstante ser de viento,
algunos llaman violín.


El chajá

Cha-á... ja-á... Grito duro,
agrio, reseco, metálico,
como de indios en malón,
de gauchos corriendo el "pato";
pasa chairando su grito
que taja el silencio al campo
y, clavándose a lo lejos,
queda en el eco vibrando...
—Cuando atraviesa la noche,
es un sonoro relámpago—.

Poncho gris, golilla negra,
fino chambergo emplumado,
calzón muy corto y ceñido,
altas botas, lerdo el paso,
porte digno y majestuoso
de gran señor bien trajeado,
y con su aire distraído
es despierto y avisado.

Anida cerca del agua:
río, cañadón, bañado...
—unas ramas, pasto seco,
cuatro o cinco huevos blancos-
Caudillo de esos lugares
-como un patriarca de antaño—
donde protege a los suyos
y aún defiende otros pájaros
más pequeños o más débiles
con su valor bien probado.
-En dobles púas del ala,
le aflora el coraje gaucho—.

Se domestica muy fácil
y es un guardián apreciado.
Convive siempre en parejas
—iguales son hembra y macho—,
unidos por un amor
que es proverbial y ha forjado
la romántica leyenda
de que si uno muere, al cabo
el otro, en el mismo sitio,
muere también sohtario.


El gorrión

Chiri-chiri, muy de prisa
y con igual percusión,
desde el suelo o la cornisa
da sus trinos el gorrión.

Este pájaro que, un día,
llegó de cielos extraños,
tiene al cabo de los años
carta de ciudadanía...

Pues se logró aclimatar
tan fácil y de tal modo
que hoy, invadiéndolo todo,
es el ave más vulgar.

Su figura proletaria
de infantil agilidad,
pasea por la ciudad
con soltura extraordinaria.

Desenfado de pilluelo
entre alegre y cachafaz,
derroche de trino agraz
y garabato de vuelo.

Y poblando en cantidad
plazas, calles y edificios,
su presencia y su bullicio
son parte de la ciudad.

Bullicio que es un hervir
clamoroso y crepitante,
en el lugar y el instante
en que apréstanse a dormir.

Doña Gorriona anda como
enfundada en una bata
muy estrecha, color rata,
medio barcina en el lomo.

En la indumenta y el tranco
don Gorrión se ha "achingolado",
como extranjero acriollado
que copia y remeda al gaucho.

Cualquier nido, en cualquier lado,
para este pájaro es bueno,
que en su afición a lo ajeno
tiene mucho de gitano.

Pero las veces que emprende
la construcción de su nido:
¡cómo lo hace bien tejido!,
¡cómo lo guarda y defiende!

Sin tener recursos fijos
y sin poseer dos cobres,
lo mismo que hacen los pobres
se carga con muchos hijos.

Hijos que él cuida y sustenta
con un amor desmedido...
Tú sabes, Señor, un nido,
con cuánto afán se alimenta;
y en tu poder absoluto
perdónalas -pues lo sabes—
si alguna vez estas aves
pican una flor o un fruto...


Oración al ave

Ave llena de gracia, de color, de armonía, con quien de niño fuera cruel: el alma mía entona el mea culpa de los actos cruentos -que hoy son el torcedor de mis remordimientos— por el pájaro muerto, por el pájaro herido, por el que hemos privado del amor de su nido, y el nido que hemos roto, porque sí, torpemente, sin pensar que era obra de un ser inteligente, de un ser útil y bueno, todo ritmo y canción, y que era el nido aquél su propio corazón; sin recordar siquiera que es pecado, y muy grave, nada más que manchar el plumaje de un ave...

Así, por el amor que hoy palpita en mis versos, quisiera redimirme de esos actos perversos y, en virtud de ese amor, me fueran perdonados, por el Dios de las Aves, todos esos pecados.


Aves Argentinas
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